Le mage du Kremlin. El mago del Kremlin. (2022)

El mago del Kremlin convertía cualquier acontecimiento en un espectáculo, primero fue crear un candidato, luego un presidente que se transformara en el zar, y que ejerciera el poder.

Porque los límites entre la verdad y la mentira siempre han sido difusos. “Créeme, lo único que puedes controlar es tu manera de interpretar los acontecimientos”.

Esta es la historia de Vladislav Yuryevich Surkov* (Rusia, 1962 o 1964), rapero, director de teatro de vanguardia, político, hombre de negocios, y consejero de Vladimir Putin. Fue jefe de gabinete del Kremlin (2011). Viceprimer ministro de la Federación Rusa (2011-2012) y (2012-2013). Es la historia que cuenta el escritor y ensayista político francés Giuliano da Empoli (1973).

Rusia es la fabricante de pesadillas de Occidente. A finales del XIX, ustedes, los intelectuales occidentales, soñaron la revolución. Nosotros la hicimos. Del comunismo, ustedes no han hecho más que hablar. Nosotros lo vivimos durante setenta años. Luego llegó el momento del capitalismo, e incluso en esto nosotros fuimos mucho más lejos que ustedes. En los años noventa, nadie corrompió, privatizó o facilitó la iniciativa empresarial más que nosotros. Aquí se crearon las mayores fortunas, surgidas de la nada, sin reglas ni límites. No cabe duda de que crecimos muchísimo, pero la cosa no fue bien”.

En la ficción de esta novela *Vadim Baranov es el protagonista y uno de los narradores. “Es El mago del Kremlin”, “el nuevo Rasputín”, que fue artista, productor de reality shows, y la “eminencia gris” de Vladimir Putin, el “Zar”. En torno a su personalidad se fue construyendo toda una leyenda política. Fue un hombre que “avanzaba por la vida rodeado de enigmas” hasta que un día desapareció. El Kremlin publicó una breve nota anunciando la dimisión del consejero político del presidente de la Federación Rusa. Pero, “desde que Vadim Baranov había dimitido de su puesto de consejero del Zar, las historias sobre él, lejos de extinguirse, se habían multiplicado”.

Desde su residencia en las afueras de Moscú, Vadim Baranov, el hombre que “compartió durante tres lustros las horas de insomnio del Zar”, le cuenta su vida a el otro narrador de este libro.

Vadim Baranov estudió arte dramático, vivió la vida “desordenada de la gente de teatro”, se casó con Ksenia que lo dejó por Mijaíl, su antiguo amigo del instituto convertido en un exitoso hombre de negocios. Cuando el teatro dejó de satisfacerle, convirtió su experiencia teatral en una carrera de productor de televisión “fue como pasar del carruaje a vapor a un Lamborghini”. Su regla fue “no ser aburrido”, todo lo demás era secundario.

El oligarca Boris Berezovsky (Moscú, Rusia 1946 – Reino Unido 2013), convertido en personaje por el autor de este libro, era el millonario propietario de la ORT, la primera cadena de televisión rusa privatizada. Berezovsky se fija en Baranov. Entre interesantes pláticas sobre Yeltsin, sobre la política rusa y las próximas elecciones, Berezovsky insta a Baranov a crear “una nueva realidad”. “El asunto no es ganar unas elecciones, de lo que se trata es de construir un mundo”.

A comienzos de los años noventa, Gorbachov y Yeltsin habían hecho la revolución, pero al día siguiente la gran mayoría de los rusos se había despertado en un mundo irreconocible para ellos, en el que no sabían ni cómo vivir… Los nuevos héroes, los banqueros y las top models impusieron su dominio… Los rusos habían crecido en una patria y se hallaban de pronto viviendo en un supermercado. El descubrimiento del dinero fue el acontecimiento más devastador de aquellos años”.

Berezovski citó a Vadim Baranov en la sede del FSB, el Servicio Federal de Seguridad de la Federación de Rusia en la Plaza Lubianka de Moscú. “¿Sabes lo que decían los moscovitas de la Lubianka en los tiempos de la URSS? Que era el edificio más alto de la ciudad porque desde sus sótanos se veía Siberia…”.

 Berezovski apostó a que el jefe del FSB sería un buen candidato, nadie lo conocía, era joven, competente, modesto. “Mire, Vladímir Vladímirovich, no conozco mucho de política, pero sé qué es un espectáculo… su falta de experiencia política será una virtud…”.

“—Vladímir Putin —dijo al estrecharme la mano. En aquel entonces, el Zar no era todavía el Zar; de sus gestos no emanaba la autoridad inflexible que adoptarían después y, aunque en su mirada ya se adivinaba esa peculiaridad mineral que hoy le conocemos…”.

Días después Igor Sechin, secretario de Vladimir Putin, llamó a Baranov. Putin lo invitaba a comer.

 “Por primera vez noté la absoluta indiferencia de Putin hacia la comida, como más adelante pude constatar la perfecta insensibilidad del Zar con otros placeres que endulzan la vida. Como dice Fausto, «quien manda debe hallar su felicidad en el mando»”.

El mago del Kremlin recrea cómo se realizó la hechura de un candidato en los últimos días de Yeltsin, un presidente alcohólico, grueso, cansado. Moscú ya no era la capital de un imperio. Y no era el Kremlin quien mandaba la pauta, sino el dinero. Yeltsin designó en agosto de 1999 al desconocido Vladimir Putin como primer ministro. En las oficinas del antiguo palacio de los Sóviets se instaló Putin y su equipo, entre ellos Baranov. Cuando la ciudad de Moscú sufrió serios atentados con bombas, la respuesta del nuevo ministro fue brutal, “era la voz de la autoridad y del dominio” que los rusos reconocieron de nuevo. Por su contundencia, los rusos lo eligieron y el mago del Kremlin lo fue convirtiendo de presidente en Zar.

 “El que habita en el Kremlin posee el tiempo”.

 “—Dime, Vadim, ¿te enseñaron en la Academia de Arte Dramático a saltar en paracaídas? Me pareció una pregunta de mal gusto y no respondí. —Al menos te habrán enseñado a simularlo, ¿no? El habitual fulgor irónico brillaba en la mirada del Zar”.

Para Vadim Baranov, Putin era un actor que hacía de sí mismo el escenario. Restauró la verticalidad del poder en Rusia y los votantes se lo agradecieron. Baranov se dedicó a transformar cualquier circunstancia, evento, reunión, protesta, en un formato televisivo exitoso. Quería administrar la “ira” de los desengañados para que no se desbordara, quería controlar el flujo de rabia de la disidencia. Con espectáculos calculados y realizados. Se cuidaban los indicios, los detalles porque “el poder está hecho de minucias”.

Putin se reeligió sin problemas.

Para Putin Rusia, la mayor nación que existe en la tierra, la más rica también, estaba tomada por una banda de malhechores. Había que retomar las fuentes de riqueza del país, había que movilizar todos los recursos, todos los puntos fuertes de Rusia para volver a tener un sitio en la esfera mundial.

Ucrania ganó las elecciones con el candidato pronorteamericano que quería meter a Ucrania en la OTAN.

Ucrania —la patria de Jrushchov y de Brézhnev, la base de nuestra flota militar—, ¡en la OTAN! Lo llamaron la «revolución naranja». ¡Revolución, sí! Era el asalto final a lo que quedaba del poderío ruso. El año anterior había sucedido lo mismo en Georgia. Allí lo habían bautizado la «revolución de las rosas».

El monopolio del poder no era suficiente, había que tener el poder de la subversión, para ello, había que utilizar esa realidad y con ella instaurar otra forma de juego.

Así, poco a poco, los recluté a todos: a los moteros y a los hooligans, a los anarquistas y a los skinheads, a los comunistas y a los fanáticos religiosos, a la extrema derecha, a la extrema izquierda y a casi todos los demás que estaban en medio. A todos cuantos eran susceptibles de dar una oferta estimulante a la demanda de sentido de la juventud rusa. Después de lo que había pasado en Ucrania, no podíamos permitirnos por más tiempo dejar fuera de control a las fuerzas de la cólera”.

 Baranov dejó de lado a profesores, tecnócratas, intelectuales, porque era necesaria una oposición y porque cada vez hablaban, consolidaban la popularidad del Zar.

“En cierto modo, acabaron siendo mis mejores actores, no hubo que contratarlos para que trabajaran para nosotros”.

Se daban noticias falsas para enfurecer a todos. Presionaban a simpatizantes y a grupos de anti-lo que fueran, a adversarios y a patriotas, para volverlos locos, y que ya no supieran en qué creer. Creaban las condiciones de una posibilidad adversa para llegar a los extremos y así controlarla.

Entre otras muchas anécdotas, con cierta ironía y mucho humor, se recrea una reunión privada entre Putin y Angela Merkel, dominada con la sola presencia de su perra Koni, una gigantesca labrador negra. Siendo un apasionado del judo, Putin utilizaba para su beneficio, la fuerza del adversario. Putin, como un gran espía, contenía cualquier emoción, “si es que tiene alguna”. Simulaba la empatía del actor y la frialdad del cirujano en el quirófano.

Con Baranov, el Zar “había recuperado con paciencia los hilos de la historia rusa para intentar darle una coherencia. La Rusia de Alexander Nevski, la Tercera Roma de los patriarcas, la de Pedro el Grande, la Rusia de Stalin y la de hoy”.

La dimensión de su empresa lo hizo recurrir a medios expresivos como el kitsch, “el único lenguaje posible si se quiere comunicar a las masas, porque lo simplifica todo y no requiere matices”.

Así se planearon los cuadros animados sobre etapas de la historia de Rusia en la inauguración de los juegos olímpicos de invierno en Sochi en 2014. Y meses más tardes la invasión del Dombás en Ucrania oriental.

El Zar no podía, obviamente, enviar tropas regulares para invadir un país soberano, así que habíamos montado un extraño ejército de mercenarios y de militares vestidos de civil; oficialmente, toda esa buena gente estaba integrada por voluntarios, veteranos de Afganistán y de Chechenia, que habían decidido usar sus vacaciones para defender a los ucranianos rusófonos de los nazis del Maidán. Solo les faltaba el gorro de pieles y la amplia túnica negra con cinturón, pero por lo demás nada los distinguía de los cosacos del siglo XIX”.

La toma de Crimea no fue un acto de conquista sino su objetivo fue crear el caos para mostrar como la revolución naranja había llevado a Ucrania a la anarquía.

En Occidente, los gobernantes son como adolescentes, no pueden estar solos… Nuestro Zar, por el contrario, vive en la soledad y se nutre de ella. En el recogimiento acumula la fuerza que tanto sorprende a los observadores occidentales”.

La película basada en el libro El mago del Kremilin de Giuliano da Empoli (2025), fue dirigida por Olivier Assayas, con Jude Law como Vladimir Putin y Paul Dano como Surkov.

 

ETIQUETAS: HISTORIA REAL. POLÍTICO. PODER.

Giuliano da Empoli (Neuilly-Sur-Seine, Francia. 1973)

Giuliano da Empoli. El mago del Kremlin. París: Galllimard. 259 p. 2022. Kindle.