Fue culpa suya”, “fue culpa mía”, “fue mi idea”, “lo hicimos entre todos”, “nos habíamos puesto todos contra todos”.

En la novela La noche de los alfileres (2016) de Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) hay cuatro narradores, Carlos, Manu, Moco y Beto.  Éramos normales, no éramos unos monstruos, sabíamos poco de la vida, dicen al responder a un interrogatorio veinte años después de lo que pasó, de lo que hicieron, en unos días de julio de 1992, cuando eran alumnos de cuarto año de secundaria, en el colegio jesuita de La Inmaculada de la ciudad de Lima.

Los recuerdos de los pormenores de lo que hicieron y de lo que estaban pensando cuando lo hicieron, son contados por los cuatro compañeros con el lenguaje violento y lleno de alusiones sexuales que quiere disfrazar las angustias, miedos y la terrible incertidumbre de los quince años, no niños, pero todavía no hombres. La voz de cada uno cuenta lo que sucedió y al mismo tiempo va revelando su personalidad, su temperamento, cómo se veían a sí mismos o a los otros, ponderando la apariencia física, envidiando al que creían más fuerte. Los cuatro eran hijos de familias de clase media trabajadora, algunas más disfuncionales que otras.  Vivían en un país que estaba aterrorizado por las crisis, los actos terroristas, los secuestros y  las bombas, con noches oscuras y solitarias por los cortes de electricidad y toques de queda.

Manu Bantaglia había idealizado al padre ausente, un veterano de las guerras peruanas.

De hecho, la cosa empezó justamente con un montón de espermatozoides. En una clase de la señorita Pringlin. La clase sobre el aparato reproductor….Además, yo tenía un plan. Yo quería que me expulsasen. Pronuncié la pregunta enterita, huevón, con énfasis en «pinga», como para conseguir una buena rabieta de la vieja. Quería ver furia. Tarjeta roja directa. Suspensión para siempre. Quería un certificado que dijese: para dolor de sus fans, Manu Battaglia no terminará la temporada. Sólo que, justo mientras hablaba, el cojudo de Carlos estornudó. Lo hizo a propósito, para distraer, para que no se me escuchase. Fue el estornudo más fuerte de la historia. Y luego sonó el timbre. Ese día no me expulsaron. Lástima. Al final, todo habría salido mejor si me hubieran botado. No habríamos hecho… Bueno, no habría pasado… lo que pasó después.

Beto vivía con sus padres y una hermana menor.

Yo era el afeminado, el chivo, el cabro, el mariposón, el cacanero, el putito, el gay. Todas las promociones tenían uno. Uno que hacía «rosquetadas» como leer. Uno que hablaba más suave que los demás, sin decir «huevón» cada tres palabras. Un buen blanco para burlas… Ok: la clase sobre el aparato reproductor. ¿Es eso? Sí me acuerdo. Más o menos. Estábamos ahí, en clase de educación sexual, perdiendo el tiempo y riéndonos, y la profesora nos llamó la atención. Y entonces Manu se levantó e hizo esa pregunta estúpida.”

 Carlos era el hijo único de un matrimonio siempre en crisis, era el que sí tenía una chica, a Pamela.

No éramos unos monstruos. Quizá nos pusimos un tanto… extremos. Y sólo durante un momento. Unos días. Un par de noches. Eso no es nada. A nuestro alrededor, todo el mundo era mucho peor. Es verdad: lo que hicimos no aparece en los manuales de buena conducta. Si acaso, en las páginas policiales, entre los crímenes sexuales y los asaltos a mano armada. Pero, como abogado penalista, puedo citar numerosos atenuantes: minoría de edad, defensa propia, prescripción del delito… Y eso si hubo delito. Ni siquiera estoy tan seguro al respecto.

…No recuerdo si la señorita Pringlin era alta o baja. Francamente, no debe haber sido especialmente grande. Y sin embargo, encaramada en la tarima y vista desde el subsuelo de nuestros quince años, parecía gigante. Supongo que también ayudaba la atmósfera. Cuando la señorita Pringlin se dirigía a ti con tono sarcástico en la clase, a su alrededor se hacía el silencio, y las miradas de tus cuarenta compañeros, que eran las miradas del mundo, se concentraban en tu rostro enrojecido. A ella le brotaban alas de murciélago, botas de dominatrix y un látigo mientras nosotros rogábamos que nos tragase la tierra. Y la tierra nos abandonaba a nuestra suerte.

Moco era huérfano de madre, “su viejita”, vivía en una casa destartalada con su “viejito” un hombre alcohólico y acabado al que él cuidaba tanto como a su colección de películas y a su cámara de video 8.

He visto todas las películas. No me refiero a un tema en particular. Me refiero a TODAS… Yo tengo poco que contar. Lo mejor de mi historia es un secreto que sólo puedo ver en mi casa, a retazos, con las cortinas cerradas. Ahora quiero ver la película entera, como la recuerdan los protagonistas.”

Para Santiago Roncagliolo el género negro, por mucho tiempo considerado menor y un tanto menospreciado, es el género que actualmente “pone en escena los lados oscuros de los países y sus sociedades, y que dice mucho más que cualquier otro género”*.  Y lo demuestra pintando un gran cuadro del Perú y de la adolescencia en La noche de los alfileres. El fondo es el atentado de Tarata en julio de 1992 que dejó un saldo de cuarenta muertos y que fue el comienzo de más ataques terroristas, bombas, asesinatos, asaltos. El mismo atentado que en la ficción de esta novela dejó de un lado las investigaciones del asesinato y que permitió que los cuatro quinceañeros, excepcionalmente representados con sus propias voces, siguieran sus vidas.

*Entrevista publicada con motivo de la publicación de La noche de los alfileres en el portal del periódico online SinEmbargo el 18 de junio de 2016:  http://www.sinembargo.mx/18-06-2016/3055476

 

AutorSantiago Roncagliolo. Perú, 1975.

FichaSantiago Roncagliolo. La noche de los alfileres. Barcelona: Alfaguara. 374 pags 2016. Kindle Edition.